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Domingo 7 de Diciembre
Cuando
el verano se acaba y los pueblos vuelven a
quedarse solos
Cada año, cuando septiembre asoma
tímidamente por el calendario, los pueblos
de España viven una despedida que duele más
de lo que se dice. Es una escena repetida,
casi ritual: maletas en los portales,
puertas que se cierran, coches que se alejan
dejando atrás una nube de polvo… y un
silencio que cae como un telón sobre las
calles. El verano se va, y con él, la vida.
Durante unos meses, los pueblos renacen. Los
hijos que un día se marcharon vuelven para
reencontrarse con sus raíces; las casas
apagadas se llenan de voces; los bares, que
sobreviven como pueden el resto del año,
parecen latir con fuerza. Pero es un latido
estacional, un préstamo de alegría. Porque
en septiembre llega la gran desbandada, ese
éxodo repentino que recuerda a los que se
quedan que la soledad nunca se marchó del
todo: solo estaba dormida.
La despoblación no es solo una cifra fría en un
informe: es una herida abierta. Desde los años
50 y 60, cuando los jóvenes tuvieron que dejar
atrás su tierra en busca de trabajo, estudios u
oportunidades que jamás llegaron a estos
rincones, los pueblos han ido apagándose poco a
poco. Hoy, muchos de esos jóvenes —o sus hijos—
continúan marchándose por las mismas razones. Y
quienes permanecen son, en su mayoría, mayores
que miran las calles vacías con una mezcla de
resignación y nostalgia.
En lugares como Arrabalde, en Zamora, esta
realidad se hace visible sin necesidad de
palabras. En verano, el municipio pasa de 187
habitantes a más de 300. Todo parece posible
durante esas semanas: el bar abre cada día, hay
risas en las plazas y la vida se cuela por cada
esquina. Pero basta con que termine agosto para
que el pueblo vuelva a su cifra real: menos de
80 almas resistiendo el invierno.
¿Cómo no va a dolerles la despedida?
Para muchos mayores, septiembre no es
simplemente el fin del verano: es el principio
de un nuevo tramo de soledad. Los nietos se van,
los hijos regresan a la ciudad buscando
servicios médicos o trabajo, y el silencio
vuelve a ocuparlo todo. Donde hace solo unos
días había mesas llenas, ahora quedan sillas
vacías. Donde había bullicio, ahora se escucha
el eco de un perro ladrando en la distancia.
“Falta gente, falta vida”, dicen los vecinos. Y
es difícil encontrar palabras más verdaderas.
Los pueblos son como corazones que laten a dos
ritmos: uno fuerte y vibrante en verano, y otro
débil, casi imperceptible, el resto del año.
Pero nadie puede vivir eternamente esperando la
próxima estación para volver a sentirse
acompañado.
Quizá por eso cada septiembre duele tanto:
porque recuerda lo que estos pueblos fueron… y
lo que todavía podrían ser si no se extinguen
lentamente entre despedidas.
Mientras tanto, quienes se quedan guardan la
esperanza. La esperanza de que los nietos
regresen el próximo verano; de que el bar vuelva
a abrir cada día; de que las calles vuelvan a
llenarse de pasos y no de silencios.
Hasta entonces, la vida rural continúa
resistiendo, con la misma serenidad con la que
lo hacen sus gentes: esperando, recordando y
soñando con que algún día la vida deje de ser un
paréntesis estival y vuelva a quedarse para
siempre.
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