2025                                        

LA OPINIÓN Y EL ANÁLISIS


 

 

Domingo 7 de Diciembre

 

Cuando el verano se acaba y los pueblos vuelven a quedarse solos

Cada año, cuando septiembre asoma tímidamente por el calendario, los pueblos de España viven una despedida que duele más de lo que se dice. Es una escena repetida, casi ritual: maletas en los portales, puertas que se cierran, coches que se alejan dejando atrás una nube de polvo… y un silencio que cae como un telón sobre las calles. El verano se va, y con él, la vida.

Durante unos meses, los pueblos renacen. Los hijos que un día se marcharon vuelven para reencontrarse con sus raíces; las casas apagadas se llenan de voces; los bares, que sobreviven como pueden el resto del año, parecen latir con fuerza. Pero es un latido estacional, un préstamo de alegría. Porque en septiembre llega la gran desbandada, ese éxodo repentino que recuerda a los que se quedan que la soledad nunca se marchó del todo: solo estaba dormida.

La despoblación no es solo una cifra fría en un informe: es una herida abierta. Desde los años 50 y 60, cuando los jóvenes tuvieron que dejar atrás su tierra en busca de trabajo, estudios u oportunidades que jamás llegaron a estos rincones, los pueblos han ido apagándose poco a poco. Hoy, muchos de esos jóvenes —o sus hijos— continúan marchándose por las mismas razones. Y quienes permanecen son, en su mayoría, mayores que miran las calles vacías con una mezcla de resignación y nostalgia.

En lugares como Arrabalde, en Zamora, esta realidad se hace visible sin necesidad de palabras. En verano, el municipio pasa de 187 habitantes a más de 300. Todo parece posible durante esas semanas: el bar abre cada día, hay risas en las plazas y la vida se cuela por cada esquina. Pero basta con que termine agosto para que el pueblo vuelva a su cifra real: menos de 80 almas resistiendo el invierno.

¿Cómo no va a dolerles la despedida?

Para muchos mayores, septiembre no es simplemente el fin del verano: es el principio de un nuevo tramo de soledad. Los nietos se van, los hijos regresan a la ciudad buscando servicios médicos o trabajo, y el silencio vuelve a ocuparlo todo. Donde hace solo unos días había mesas llenas, ahora quedan sillas vacías. Donde había bullicio, ahora se escucha el eco de un perro ladrando en la distancia.

“Falta gente, falta vida”, dicen los vecinos. Y es difícil encontrar palabras más verdaderas.

Los pueblos son como corazones que laten a dos ritmos: uno fuerte y vibrante en verano, y otro débil, casi imperceptible, el resto del año. Pero nadie puede vivir eternamente esperando la próxima estación para volver a sentirse acompañado.

Quizá por eso cada septiembre duele tanto: porque recuerda lo que estos pueblos fueron… y lo que todavía podrían ser si no se extinguen lentamente entre despedidas.

Mientras tanto, quienes se quedan guardan la esperanza. La esperanza de que los nietos regresen el próximo verano; de que el bar vuelva a abrir cada día; de que las calles vuelvan a llenarse de pasos y no de silencios.

Hasta entonces, la vida rural continúa resistiendo, con la misma serenidad con la que lo hacen sus gentes: esperando, recordando y soñando con que algún día la vida deje de ser un paréntesis estival y vuelva a quedarse para siempre.